La “malignidad de la
Naturaleza”
“…
Se suele pensar que Darwin, hombre religioso en su juventud, habría perdido la
fe al descubrir la evolución por selección natural. Él lo contó de otro modo.
La perdió al descubrir la malignidad en la naturaleza, incompatible en
su opinión, con la existencia de un misericordioso Dios creador. En parte lo
movieron razones familiares (en especial, la pérdida de su hija Annie), pero en
parte, también, el estudio de las avispas parasitoides, que ponen sus huevos en
presas vivas a las que, tras nacer, la larva devora desde dentro, lenta e
inexorablemente. ¿Cómo un buen Dios podría inventar tanta crueldad? …”
MIGUEL
DELIBES DE CASTRO – Profesor de investigación del CSIC.
Diario
Público – Sección de Ciencias del lunes, 21 de Diciembre de 2009.
Me quedé petrificado al leer esto a mis setenta años. Y no
precisamente por el espanto que revela el detalle de una conocida depredación
(hay tantas en la Naturaleza – el arco de su estructura funcional se basa en
ellas); ni tampoco por esa sentida anécdota de la pérdida de la fe del
naturalista padre de la teoría de la Selección Natural. Lo que realmente me
impactó es el hecho de que yo llevo observando, leyendo y comentando el comportamiento
“cruel” de las “avispas parasitoides” o icneumónidos desde mi infancia, y
también para mí ha sido un argumento muy importante acerca de esa supuesta
crueldad de la Naturaleza y, en consecuencia, de su supuesto Creador. Pero esta
anécdota de Darwin no la he llegado a conocer hasta ese artículo de Delibes-hijo
de la fecha de arriba.
En efecto. Tenía yo unos once o doce años. Vivía con mis padres en
una casa de pueblo con un amplio patio que era casi una pequeña parcela de
labor en la que cultivaba algunas hortalizas. Abundaban por allí unas avispas
diferentes de las comunes; algo mas grandes, de color oscuro, pardo o negro, y
en las que advertí un comportamiento peculiar que me llevó a observarlas. Estos
avispones solían hacer un agujero cilíndrico vertical de unos 15 o 20
milímetros en el suelo reseco, para lo cual procedían a arrancar con sus
potentes mandíbulas piedrecillas o pedazos de tierra seca que dispersaban por
los alrededores. Luego, una vez abierto el hoyo, marchaban volando y al cabo de
un rato volvían, asimismo en vuelo, con una gruesa oruga, extrañamente inmóvil,
sujeta por la cabeza entre sus mandíbulas. El avispón se las arreglaba para
introducir la oruga en el hoyo previamente excavado, aparentemente justo a la
medida de la presa. Acto seguido cerraba el hoyo con arenas y pequeñas piedras
que apelmazaba un poco con sus patas traseras, hecho lo cual desaparecía sin
volver nunca más por ese hoyo.
Mucho más tarde, en el curso de mi carrera de agrónomo, pude
conocer algo más de esta curiosa avispa. Pertenecía al género de los
Icneumonidae y era considerada como un caso ejemplar de lucha natural contra
las plagas del campo por cuanto parasitaba larvas (orugas) de lepidópteros
(mariposas) y otros insectos, que eran a su vez considerados como “plaga” para
muchos cultivos, de cuyas hojas y otros órganos se alimentaban; y, como el
enemigo de mi enemigo resulta ser mi amigo, los icneumónidos eran considerados
por ello insectos beneficiosos. Sea como sea lo cierto es que esto me permitió
conocer con mayor detalle el proceder de esta especie depredadora. El
icneumónido capturaba larvas de varios insectos, preferentemente lepidópteros,
para nutrir a sus propias larvas desde su nacimiento hasta llegar al estado de
ninfa o pupa. Para ello procedía de esta forma: la avispa, al capturar a su
presa, la mordía en sus ganglios cervicales de manera que la oruga quedaba viva
pero paralizada para el resto de su terrible existencia, luego hincaba en su
cuerpo el oviducto y depositaba un huevo en el interior del cuerpo de la
víctima; más tarde, para preservar su presa de otros depredadores, la
almacenaba en esos agujeros en el suelo que yo observaba construir en mi patio
familiar.
Y allí se desarrollaba el resto del drama natural: nacía la larva
del icneumónido y con sus potentes mandíbulas iba devorando a pequeños bocados
a la oruga desde dentro de su propio cuerpo, cuidando, por instinto genético,
de no tocar las partes vitales de la huésped, de manera que se mantuviera viva
y de esa forma no entrara en un proceso de putrefacción que hubiera echado a
perder una parte sustancial de su sustancia antes de que la larva parásita
completara su desarrollo. ¡Una alternativa natural al frigorífico! El proceso
de depredación desde dentro continuaba hasta el agotamiento del tejido
parenquimatoso de la oruga, que quedaba prácticamente vacía, con sólo el
pellejo y el sistema ganglionar que la mantuvo en vida … y el monstruoso
devorador, listo ya para pasar a la fase de ninfa que completaría su
metamorfosis. Una auténtica historia para no dormir en la medida en que uno se
identificara con esa oruga, comida lentamente en vida por un voraz y hábil
depredador desde dentro de su propio cuerpo.
Esto es lo que, entre otros ejemplos, permitió a Darwin (según
Delibes) hablar de malignidad de la Naturaleza, y a mí, modestamente,
también, en cuanto completé mi conocimiento de tan curioso y horripilante
proceder de ese insecto útil y beneficioso para el hombre y sus
cultivos.
[Continuará]